miércoles, 11 de marzo de 2009

EL REENCUENTRO

La decisión

Miedo. Nunca había paladeado su acerbo sabor.

Ahora lo experimentaba con inusitada virulencia.

Curro Vázquez de Urzáiz es uno de los más afamados diestros del escalafón taurino. Posee un merecido estatus dentro del selectísimo elenco de figuras.

Tras una década ebria de triunfos, se había saturado, estaba ahíto de fama, sufría las arcadas de una gloria indigesta.

El último percance colmó la vasija de su paciencia. Esquivó la mortífera guadaña y ya no desea retarla más.

Palidece la ilusión, se evapora el aliciente. Suenan los acordes del final, la melodía de la despedida. Es el doliente cortejo del adiós.

Abandonar los ruedos es clave, pero no lo más trascendental.

Tenía una existencia descreída y atormentada. Necesitaba paliar su profunda soledad, escapar de un sumidero de vaciedad. Busca el camino de retorno a la fe primigenia.

Al concluir el bachillerato se volvió escéptico. Dejó el amparo de los padres escolapios y se forjó una vida libertina. Cinceló una existencia hedonista. Fue seducido por las sirenas del éxito. Se enmarañó en una espiral de depravación, en la ciénaga de la impudicia. ¿Podría escapar de ese sórdido círculo vicioso?

Hay circunstancias en la vida en las que hay que tomar grandes decisiones, allí se distinguen los niños de los hombres.

Es acariciado por la gracia divina, irrumpen los deseos de conversión. La empresa se antoja utópica, aunque con el auxilio divino no hay quimera inalcanzable.

La ciudad

Salió de su domicilio en dirección a la Basílica del Pilar. Buscaba el sacramento de la reconciliación. Volvía a sus orígenes, a la vereda que nunca debió abandonar.

Ese día encontró más acogedora que nunca su añorada Zaragoza, la ciudad inmortal, la capital de los mártires.

Hizo el recorrido a pie. No tenía prisa y ansiaba evocar pretéritos recuerdos. Este cálido reencuentro con su ciudad natal era símbolo y preludio del retorno a la casa del Padre.

Caminó inquieto hacia el añorado paseo Sagasta. Lo encontró espléndido.

Las frondosas acacias centenarias conservaban incólume su ramaje y los coquetos edificios neoclásicos no habían perdido un ápice de su añejo misterio. El café Niké atesora el encanto literario de antaño.

El paseo Sagasta ostenta personalidad propia con un delicioso embrujo decadente. Un arquetipo de ensueño que irradia magia. Es el paseo por antonomasia, el de su adolescencia, el sueño soñado de un cosmos onírico muy intimo.

Paladea el néctar del pasado recreándose en la nostalgia.

Llega al insigne Paseo de la Independencia. El sobrio monumento al Justicia de Aragón, decapitado por Felipe II, sigue impertérrito inmune al devenir de las décadas.

Es un paseo célebre, una elegante réplica de los bulevares parisinos. Símbolo de la Zaragoza señorial, luce el porte de otrora. El edificio mudéjar de Correos se asemeja a una tacita de plata de colección única.

Encara la recta final del trayecto. Le espera la calle Alfonso ataviada con sus mejores ornatos. La arteria más emblemática de Zaragoza continúa entrañable y pintoresca, alborozada y bulliciosa. Edificios de raigambre, selectas expendedurías, escaparates tradicionales, elegantes farolas napoleónicas.

Y al fondo, en lontananza, la Basílica del Pilar se alza majestuosa.

Sus torres simétricas y ciclópeas se elevan esplendorosas sobre el suelo cesaraugustano. Las cúpulas resplandecen con sus azulejos engalanados.

El perdón

Al entrar en la Basílica experimenta un incontenible regocijo. Se postra en el reclinatorio con ademán marcial. Tiene una audiencia privada con la Virgen. Una hora en arrebatada oración. Sus rusientes lágrimas son cera ardiente que brota en cascada del lacrimal.

Tras el enternecedor reencuentro con Dios a través de la Virgen busca ansioso la sacristía. El canónigo penitenciario, prelado de gran virtud, le conoce desde la puericia y coinciden a menudo en los actos públicos capitalinos.

Le saluda con una sonrisa barnizada de perplejidad -¿Usted por aquí Don Curro? ¡Que alegría verle en la casa de Dios!

Responde el diestro con tono contrito. –Aunque usted no lo crea, he venido a confesarme.

Mosén Juan le estrecha las manos titánicamente y se funden en un efusivo abrazo. Fija en él la mirada con inefable ternura. Es un pastor feliz con la oveja descarriada rendida a las puertas del redil.

Curro se desahoga ante su único referente espiritual: –Padre, he sido un inconsciente y quiero cambiar.

Tras una concienzuda confesión general, el deán catedralicio le invitó a pasear por la ribera del Ebro. Inició el paseo en un ambiente distendido.

-Sabía hijo que este río, antiguamente se llamaba Íber, que deriva de los íberos que junto a los celtas y otros pueblos habitaron estas tierras. Este río dio nombre a toda la península ibérica, e incluso se extendió a íberoamérica.

Atardece en la antigua Salduba. El cielo dibuja gamas rosáceas que cautivan, visos purpúreos que le otorgan una aureola enigmática.

Se detienen en el puente romano llamado, puente de Piedra.

Continúa conversando Mosén Juan –Hijo, conocí a un poeta zaragozano enamorado del cierzo, que en pleno invierno se descubría el pecho, para sentir impávido su frescor. Musitaba esta coplilla “cierzo querido, por tantos denostado, a mí me rejuveneces, me haces olvidar vejeces…” Curro se emociona –Cuanto me ilusiona recordar esas anécdotas de mis tiempos de colegial.

La conversación toma derroteros más serios. Curro recuerda las profundas charlas que tenía con Mosén Juan cuando era niño y le pregunta emocionado: -Padre, ¿se acuerda de ese argumento matemático con el que se demuestra la existencia de Dios y que me gustaba tanto?

-¿A cuál te refieres, hijo?

-Uno que refutaba la tesis materialista que dice que el universo es fruto del azar.

-Ah, ya me acuerdo. Dice así: Una serie ilimitada de probabilidades al azar es infinitamente improbable.

-Sí, pero no recuerdo con precisión lo que quiere decir.

-Muy sencillo, que las posibilidades de que un universo tan complejo y ordenado sea fruto de la casualidad son nulas. Es como si lanzásemos un dado millones de veces y siempre saliese seis.

-Sí padre, además, como decía Santo Tomás de la nada, nada sale.

-¿Sabías que la comunidad científica actual afirma que la materia no puede ser infinita? Todo apunta al Génesis bíblico.

El canónigo viró el timón de la conversación. –Basta de especular por hoy. Ahora lo que necesitas es un director espiritual que te oriente en estos momentos. A Curro se le abrió el cielo de Zaragoza. –Padre, quedo bajo sus órdenes.





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