miércoles, 11 de marzo de 2009

EL CAMINO DE SANTIAGO

En el punto álgido, de máxima efervescencia, del Año Jacobeo emprendimos el añorado peregrinaje a Santiago de Compostela. No lo acometimos descalzos ni ataviados con el áspero hábito peregrino. La penitencia fue más liviana, aunque no nos eximió de levantarnos a las cuatro de la mañana ni de veinte horas de presidio en la carcasa del autobús con la única libertad condicional de las áreas de servicio. Los temperamentos claustrofóbicos hubiesen preferido zapatear sobre brasas incandescentes.

Recorrimos y seccionamos, de cabo a rabo, la piel de toro ibérica desde el Mare Nostrum hasta el Finis Terrae, inmemorial límite del hasta entonces mundo conocido. Fue un itinerario maratoniano, de costa a costa y de sol a sol, desde la aurora de Montserrat hasta el ocaso palentino.

El trayecto discurrió apacible por los desérticos páramos de la antigua Corona de Aragón y las doradas planicies del Reino de Castilla. De esta casta y sacra unión católica germinó el concepto de España. Fue, por tanto, una cita con la historia.

-La primera página del anecdotario la redactamos en Palencia. Rezumó tintes surrealistas, compitiendo con la escena más delirante del mejor Buñuel. ¿Religiosos almorzando en un McDonald? ¡Habrase visto! Las sotanas eran discordantes con el ambiente o mejor dicho, éste lo era con las togas sacras. Nos estuvo bien empleado, aunque cada empleado se desvivió en atenciones. Nosotros, a cambio, les insuflamos un soplo de esperanza a través de Nuestra Señora del Encuentro. Más que predicar a destiempo fue un apostolado desubicado y estentóreo.

-Tras la sui generis refacción material y regalarnos un grácil paseo vespertino reflejado en las glaucas aguas del Carrión arribamos en la catedral palentina. ¡Qué notorio contraste! El silencio y la sacralidad de sus vetustas piedras nos transportaban a los umbrales de la eternidad. ¡Qué diferencia con el bullicio del centro comercial! Sólo en el silencio se puede hallar a Dios, no en las deslumbrantes y artificiosas luces de neón, ni en las efímeras trovas de sirena de un siglo desacralizado.

-Celebramos con inusitada devoción la Santa Misa sobre el sepulcro del Beato D. Manuel González. Después de la silente acción de gracias, acariciamos su tumba con nuestros nacarados rosarios mientras se elevaba mansamente al cielo el dócil incienso de nuestras súplicas.

Tras la fugaz estancia en las tierras del legendario Jorge Manrique nos dirigimos al campo de la estrella (campus stellae) o Compostela… Una espesa neblina, con halo misterioso nos salió al encuentro en terruño gallego. El día subsiguiente nos transformamos en piedras vivas de la catedral participando en la Santa Misa de peregrinos. Posteriormente aguardamos una eterna fila que serpenteaba por el empedrado santiagués para abrazar al santo apóstol, o Señor Santiago, apelativo que, aunque emplean en buena lid los lugareños, se nos antoja disonante y no especialmente sacro. La espera mereció la pena, pues el jubileo, nos exime precisamente de la pena.

El día de retorno hicimos un alto en la celestial trapa de San Isidro de Dueñas para celebrar el santo sacrificio en la tumba del Beato Rafael Arnáiz, oblato trapense que hizo de su enfermedad el palenque de su santificación. Fueron momentos íntimos, preciados, henchidos de unción, nadie pestañeó, la capilla se envolvió de un nimbo sobrenatural. Finalmente emprendimos felices el retorno a la cuidad condal muy llenos de Dios y entusiasmados con nuestra espiritualidad.

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