miércoles, 11 de marzo de 2009

LA ESENCIA DE LA MISIÓN

La principal misión y tarea del misionero, su aportación esencial en el siglo XXI, debe ser "dar" a Dios, llevar a los hombres a Dios. Si esto se cumple todo lo demás viene dulcemente por añadidura, ya que el amor a Dios nos adentra en las sendas de la verdadera caridad. Y no puede haber nada en la tierra más sublime que amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.

Si amamos realmente a Dios amaremos a nuestro hermano necesitado, al que le entregaremos, en la medida de nuestras posibilidades, nuestro tiempo, nuestro dinero... y nuestro amor. Es aconsejable que esta entrega al hermano no se haga de forma individual y anárquica sino en comunidad, encauzada en alguna obra o asociación de la Iglesia. Cada persona puede hacerlo libremente en aquellas con las que más sintonice, que más le ayuden a crecer espiritualmente.

Pero si el misionero no logra "dar" a Dios todas sus buenas ideas y proyectos humanos caen en terreno baldío, no cotizan para la vida eterna. Los proyectos humanos, aún los buenos, al margen de Dios carecen de alma, de sustancia, de sentido... Sólo Dios da verdadero sentido a la vida del hombre. No puede haber un sistema filosófico sólido y convincente al margen de Dios, Origen y Fin de todas las cosas.

El hombre moderno, aunque a veces le cueste admitirlo, tiene hambre y sed de justicia. Tiene hambre y sed de Dios. Cuando Dios entra con fuerza en la vida de un hombre, toda su vida se transforma, se sublima, se diviniza en cierta manera. Para ese hombre la vida adquiere una nueva dimensión, un sentido profundo que transciende la monótona cotidianidad de su existencia, que le hace otear horizontes insospechados hasta entonces.

El misionero debe ser ante todo una persona espiritual, de profunda vida interior, para que nos transmita con coherencia y credibilidad la Buena Noticia de Jesús. Esto es esencial.

El misionero debe ser una persona que irradie paz, serenidad, alegría, humildad, mansedumbre, equilibrio y madurez cristiana. Así era por ejemplo la misionera por antonomasia del siglo XX, la Beata Teresa de Calcuta. Que al igual que dijeron de ella puedan decir de nosotros: Si Dios existe, me lo imagino como usted.

Muchos miles de millones de hombres no conocen todavía a Cristo, no han oído hablar de él. Deambulan como ovejas sin pastor. Tal vez muchos de ellos en tinieblas y sombras de muerte. ¿Quién es el encargado de llevarles la luz de Cristo? El misionero.

Dios nos ama con infinita ternura y está deseando que, en la medida de nuestras pobres fuerzas, respondamos a su amor. No importa que lo hagamos de una manera imperfecta al principio. Él quiere contar con nuestra cooperación. Ya se encargará Él mismo de que nuestro amor hacia Él vaya creciendo en intensidad. Esa es la misión principal del misionero evangelizar. No una evangelización teórica, sino una evangelización viva que se traduzca en obras de caridad, de amor-servicio, en la construcción de un mundo más solidario y fraterno en Dios.

Pero más allá todavía de las obras de Dios, está el mismo Dios, el Verbo Encarnado en Jesucristo, que por medio del Espíritu Santo nos lleva al Padre. El misionero debe llevar a los hombres a tener un encuentro personal con Cristo. Todo un reto. El mayor de los retos. El misionero debe saber que nada puede sólo, es el mismo Cristo el que le da la fuerza. El misionero no está sólo, tiene una Madre, María, que le alienta y fortalece siempre. Y esa Madre le lleva de la mano al encuentro con su Hijo, el mismo Dios Encarnado.

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