miércoles, 11 de marzo de 2009

MEDJUGORJE


Un nutrido elenco de prelados italianos consultó a Juan Pablo II sobre la conveniencia de que su feligresía peregrinase a Medjugorje. La contestación fue categórica sin dejar un resquicio por donde asomase un mínimo equívoco:

-«Dejen que la gente vaya a Medjugorje. Allá se convierten, oran, se confiesan, hacen penitencias y ayunan».

Secundando este recio espíritu y en pleno alumbramiento del mes de María, con flores de buenas intenciones a porfía, la delegación de Barcelona se adentró 9 días en el corazón de la Europa cristiana. El autobús fue imantado por la seducción marina, pues en el mar tempestuoso de nuestra alma buscamos la Stela maris, añorada por San Bernardo, que nos lleve a puerto seguro. El itinerario estuvo engalanado con paisajes de ensoñación. Por tierra hubo un aguerrido pulso entre el encanto pirenaico y el embeleso alpino. Por mar un concurso de belleza entre el familiar mediterráneo y el misterioso adriático.

Medjugorje fue el momento álgido y la sabrosa guinda de la peregrinación, pero antes degustamos deliciosos manjares espirituales en el austral galo y en el septentrión italiano. Al adentrarnos en el principado monegasco nuestra conciencia tembló atónita por el contraste entre el desorbitante lujo montecarlino y el misérrimo estado de nuestros hermanos los pobres.

Tras pernotar en el santuario mariano de La Guardia las primicias de la peregrinación se las llevó Santa Gemita…La vida de la doncella de Lucca fue un rotundo fracaso en lo humano, pero como diría nuestro Padre Molina, un apoteósico triunfo a lo divino. Le enfermiza muchacha enfermó de amor a su Amor, el Hombre-Dios crucificado. Su vida fue un gólgota de sufrimientos, desprecios e incomprensiones. Allí al lado de sus restos celebramos la Santa Misa y meditamos con ella la locura de la cruz. Por la tarde, con espíritu de recogimiento, nos perdimos en el palacio Giannini, que fue su claustro particular.

Al día siguiente, por arte de magia celestial, volamos a Tierra Santa sin dejar suelo ítalo. Tuvimos la dicha de celebrar la S. Misa en la casita terrenal de Nuestra Madre Celestial. Un curso intenso de mariología en el aula magna más idónea, la casa del Pan de la Vida.

Antes de adentrarnos en tierras eslavas arribamos en Padua y allí ante la imponente Iglesia de San Antonio permanecimos boquiabiertos como los pececillos ante su sermón. Tras la férvida oración la brújula de nuestro corazón se puso rumbo a Medjugorje no sin antes deleitar nuestras pupilas y rendir pleitesía ante la hermosura de sus edificios y la lindeza de sus jardines…

Ya en terreno eslavo atravesamos varios fuertes y fronteras aunque gracias a la Virgen no temimos a las fieras. Eso sí los policías que nos solicitaron los pasaportes en regla, ataviados con un obsoleto uniforme gris, parecían salidos de una película de espías.

El adriático salió a recibirnos ostentando translúcidas aguas de enigmático verdor. En la anochecida llegamos a Medjugorje y nos pusimos a velar armas. Tras la alborada caminamos sobre el áspero guijarro de la montaña de las apariciones cuajada de silenciosos peregrinos. Algunos en silencio menor y otros en mayor, pero todos muy recogidos. Gentes de toda raza, lengua, pueblo y nación rezando el Santo Rosario con un mismo corazón, emanando una piedad inusitada. Allí dejamos ante la Virgen todos nuestros problemas y conflictos interiores solicitando de ella aquellas gracias que más nos convienen y una fuerte dosis de metanoia.

Por la tarde nos desplazamos a la parroquia, rebosante hasta la bandera. La fila de los confesionarios emulaba la de la final de un mundial de fútbol. Por sus frutos palpamos con nitidez las huellas dactilares de la Virgen.

Partimos de Medjugorje con la sensación de haber dejado un pedacito de cielo, pero confortados con la presencia de la Madre.

Pero la ola de fervor de Medjugorje no murió en la arena de nuestro corazón. Nos esperaba Don Bosco en Turín, destilando dulzura salesiana y la candidez virginal de Dominguito Savio…Sus venerables restos descansaban en imponentes urnas bajo las coloristas cúpulas de la agraciada Basílica. Después veneramos los restos de San José Cafaso, director espiritual de San Juan Bosco en la iglesia de la Consolata, filigrana del barroco, cuya belleza y armonía superó las cotas imaginables. Las manecillas del reloj nos empezaron a perseguir con desquiciante frenesí, tanto es así que no pudimos ir como grupo a venerar la reliquia de las reliquias. Los más despiertos sí que lo hicieron en particular pero los demás no pudieron venerar la Sábana Santa, por fidelidad a la santa obediencia, que nos impelía a seguir religiosamente el guión establecido.

Antes de trazar el punto final de la crónica la pluma relatará la cita en Annency con el Santo de la dulzura. Allí ante la tumba de San Francisco de Sales aprendimos el arte de aprovechar nuestras faltas y la copa de nuestra alma rebosó paz. Tras el paréntesis celestial volvimos al deber terrenal a la ciudad condal. A todos les hizo mucho bien la peregrinación independientemente de gustar las mieles del consuelo o masticar el ajenjo de la desolación.


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