miércoles, 11 de marzo de 2009

EDUARDO VERÁSTEGUI

La sociedad, desbocada por el frenético progreso, transita a ciegas, sin criterio y sin rumbo. El avance tecnológico, beneficioso para el hombre, no viene secundado de un progreso espiritual. Cuantos más logros consigue el hombre, más autosuficiente se hace. Ha olvidado su condición de criatura mortal. Le obnubila la soberbia. Confía ciegamente en una ciencia que apenas le aumenta levemente la esperanza de vida. ¿Y después qué? ¿La nada? En el aspecto espiritual el mundo se ha tornado nihilista, involuciona hacia el sinsentido y vacío más absoluto.

El hombre ha vuelto el dorso a Dios. Deambula penosamente, huérfano de su razón de ser. La secularización y la desacralización son alarmantes. Es un proceso constante que gangrena el fundamento mismo de la sociedad. Un mundo cada vez más escéptico, donde campean a sus anchas las huestes del averno con alevosía y jactancia. Todos los males que nos oprimen tienen su raíz en el corazón del hombre. La Iglesia es la única antorcha válida y legítima en esta era de oscuridad. Sigue proclamando la Verdad, aunque el mundo está insonorizado a su voz. El hombre no busca la Verdad porque ha creado su propia verdad. El ser humano se ha entronizado como Dios. Se ha situado encima del bien y del mal. Es la medida de todas las cosas. La herejía del relativismo invade el planeta. Todo es opinable, todo vale, todo es subjetivo.

Pero en tiempos tan confusos no todo está perdido. La conversión del famoso actor Eduardo Verástegui es una bella muestra de ello. Tras experimentar un profundo vacío existencial en su ser, donde ni el triunfo, ni la fama, ni el placer le otorgaban un ápice de felicidad, su vida dio un cambio radical. Dios le preparó con mimo su Damasco particular y salió a su encuentro.

No se puede concebir el fenómeno de Eduardo Verástegui sin penetrar en su castillo interior, sin adentrarnos en sus recónditas galerías, sin traspasar sus íntimas moradas. Es el misterio del alma humana. Nadie da lo que no tiene. Para irradiar a Dios hay estar muy unido a Él.

Evidentemente, Eduardo tuvo un toque de Dios tumbativo. El dedo divino se posó sobre él con fricción inusitada. Una caricia sustancial que la ha otorgado la fortaleza necesaria para perseverar y salir indemne de severísimas pruebas y bogar contracorriente ante la poderosa industria cinematográfica.

Tracemos con delicadas pinceladas la imagen del cambio, el perfil de la conversión, el retrato del reencuentro. La efigie del hombre sin rostro ya se ha recompuesto. Es la historia de un alma. Una autopsia del amor muerto se ha tornado en radiografía de vida. La apasionante biografía de un hombre que estaba perdido y ha sido hallado.

Esta conversión es equiparable a la de ciertos laicos contemporáneos. Desempolvemos el baúl de la memoria. Recordemos las conversiones de André Frossard el agnóstico que encontró a Dios en la silente penumbra de una iglesia, la de Vitorio Messori, el marxista que cruzó el umbral de la esperanza, la de Lewis Carroll, que se despojó de su orgullo científico en la gruta de Masabielle. No olvidemos a Pascal ni a Chesterton, auténticos genios en sus respectivos ámbitos. Todos estos grandes conversos dejan una profunda huella en el mundo, al ser personajes influyentes en su tiempo. Son bocanadas de aire fresco, desgarradores bramidos de alerta que retumban en los tímpanos de la sociedad y la sacan del letargo.

Entre este elenco de personajes se puede hacer un pequeño espacio a nuestro protagonista. Es de admirar la humildad con la que ha encajado el éxito de la película Bella sin dejarse llevar de los caudalosos torrentes de la euforia. Una piedra desechada por Hollywood, o más bien él fue el que desechó a Hollywood, puede ser la piedra angular en donde cimienten millones de almas. Pero está película no ha surgido de la nada, como un capricho aleatorio. Es más bien la punta del iceberg de un proceso muy largo. Todas las dificultades sufridas, sus angustiosos años de espera sin una oferta digna de trabajo, Dios las transformó en bienes con un poderoso efecto boomerang.

Eduardo, comprobó amargamente que la vasija de la felicidad no se llenaba. Más tarde se dio cuenta que estaba vacía. Evidenció in situ lo vana que es la gloria terrena sin un fin superior. El triunfo frívolo es un espejismo de la felicidad plena. Una alegría efímera, inconsistente, que engendra decepción. Es como una fruta hermosa y apetecible por fuera, pero que al degustarla se vuelve amarga. ¿Lo tenía todo? ¿Qué entiende el mundo por tener todo?

Seguramente no coincidirá con la opinión de Santa Teresa de Jesús. Más bien no poseía nada, su vida era honda amargura, una trágica comedia de la que se sentía un títere impotente. Desde la cúspide divisaba todos los reinos de la tierra, sintió vértigo.

Tras una década ebria de triunfos, se había saturado, estaba ahíto de fama, sufría las arcadas de una gloria indigesta. Su vida era un abismo de vaciedad. Esperaba tocar el cielo con las manos cuando se convirtió en un despojo humano.

Los cantos de sirena del éxito se difuminaban en la nada más absoluta. En el horizonte se cernía la lúgubre sombra del vacío más absoluto. Pero la misericordia infinita de Dios quiso darle una oportunidad. Esta alma resquebrajada, desvencijada, hastiada de la vida, podía todavía salir a flote de todas sus miserias. El rayo de esperanza vino del cielo. Emuló a San Agustín. Al igual que el extático de Hipona abrazó las Sagradas Escrituras como última tabla de salvación. Buscaba a tientas un asidero en un océano de tinieblas. Necesitaba un leif motive para resurgir de sus propias cenizas. Se había forjado una vida libertina. Cinceló una existencia hedonista. Fue seducido por las sirenas del éxito. Se enmarañó en una espiral de inmoralidad, en la ciénaga de la impudicia. ¿Podría escapar de ese sórdido círculo vicioso? Hay circunstancias en la vida en las que hay que tomar grandes decisiones, allí se distinguen los niños de los hombres.

Es acariciado por la gracia divina, irrumpen los deseos de conversión. La empresa se antoja utópica, aunque con el auxilio divino no hay quimera inalcanzable.

La Palabra de Dios era el único bálsamo que podía sanar su atormentado ser. Dios le había empezado a hablar a través de su profesora de inglés y él estaba ávido por escuchar su Palabra, por seguir su voluntad. Se le abrió la mente embotada por el glamour del mundo y fue reblandeciendo su corazón. Al igual que Edith Stein pudo decir: Aquí está la Verdad. Tenía una deuda con Dios. A partir de ahora emplearía todo su ser y potencial energético en su servicio.

Le gustaría hacer por Él algo muy grande, ¿pero el qué? Dios no le quería como benedictino, sino como un laico que se santificase en medio del mundo. Era consciente de que podía hacer un bien inmenso. Sólo era cuestión de esperar el tiempo de Dios y canalizar todos sus buenos deseos en un proyecto concreto. Empezó a reflexionar sobre los dones naturales. ¿Y en qué había empleado hasta ahora esos talentos? Toda su producción artística le pareció vaciedad, como un pútrido estanque del que sólo emanaban efluvios de ideales mundanos.

¿Podría él crear una productora católica? ¿Podría realizar una película que defendiese los valores cristianos, a favor de la vida? ¿Por qué no? Ya tenía la suficiente experiencia y estaba acostumbrado a las grandes producciones.

Quizá humanamente fuese una locura. Si la cosa salía mal, podía ser su enterramiento profesional. Sólo quedaba poner todo en manos de Dios y dejarle hacer. Se sentía como el siervo inútil que no había hecho siquiera lo que tenía que hacer. Era ya hora de servir a su Señor. Una historia preciosa de amor, un canto a la vida no se podía contar de cualquier manera. Era consciente que, como Moisés, estaba pisando Tierra Sagrada. La película, merecía contarse de la mejor manera posible, con todo el ornato, dar a Dios lo mejor de sí mismo.

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