miércoles, 11 de marzo de 2009

INOLVIDABLE DÍA EN MONTSERRAT

En la ciudad condal el período veraniego es tiempo penitencial. Al desquiciante calor estival se suma un plus mortificante, la pegadiza humedad. Chapoteamos cuarenta días y cuarenta noches bañados en las termas de un pegajoso bochorno. Tras la fiesta de la Asunción la Virgen amansa el clima, aplaca la irritante sofocación. La canícula del estío decrece su rigor y cede gentilmente el paso a una bonanza pre otoñal.

En estas hebdómadas asfixiantes el centro neurálgico de la capital barcelonesa es atestado por ingentes masas informes de turismo borreguil. Almas en pena que deambulan como ovejas sin pastor. Las arterias callejeras se inundan de un tropel de sudorosos foráneos en chanclas y tirantes que oprimen las aceras.

Huimos despavoridos del agobiante estrépito, de esta cárcel de vulgaridad y nos evadimos por unas horas del averno urbano. Ese día teníamos un encuentro muy especial, con una persona muy querida y entrañable y en el marco más propicio. El Padre Juan velaba armas bajo el manto de la Virgen de Montserrat.

El lugar elegido era un paradisíaco enclave, de cuento de hadas, una filigrana natural, el paradigma del locus amenus latino.

A las ocho de la mañana el despertador aniquiló súbitamente el sueño nocturno, antesala del que íbamos a disfrutar despiertos. Tras superar los minutos heroicos del despertar, un aseo diligente y desayuno expedito partimos en la carroza de metal hacia el Monte Serrado. Allí estaban: José Manuel, magnánimo corazón, que dirige a la perfección el volante de su vida. Puri, eficiente enfermera, culta y reflexiva, Feli, elegante pintora que habla poco y dice mucho y Javier, amigo del Padre Juan.

La hora de trayecto se evaporó en una amena tertulia. José Manuel conducía en comedido silencio, Javier y las señoras recreaban los clásicos de nuestra laureada literatura. En un suspiro oteamos ya la silueta escarpada del Monte Serrado. Desde siglos inmemoriales los gigantescos bloques pétreos, conviven armónicamente con este precioso vergel virginiano. Los aledaños de Montserrat son un paraje con visos de ensoñación. Para coronar el Monte de la Reina había que surcar diez Kilómetros serpenteantes donde a regañadientes sorbimos el ligero acíbar de un tenue mareo.

Al llegar al santuario nos acogió un exultante Padre Juan. Tras el afectuoso saludo escuchó en santa confesión a José Manuel. El joven le hizo partícipe de las mercedes que el Señor le regala a manos rebosantes. Seguidamente orientamos nuestro corazón al camarín de una Madre que no se cansa de esperar. Bajo su peana el Padre celebró una pausada y devotísima Eucaristía del Dies Domini. Tras una volátil pero profunda acción de gracias en la circular y coqueta capilla, por arte de magia picaresca hicimos la travesura de circular a contramano e infiltrarnos en el camarín. Ante los pies de la Moreneta depositamos el beso del corazón, descargando en él todos nuestros conflictos interiores.

El lapso de espera a la manducatoria establecida se consumió en un breve paseo testimoniado por un sol justiciero.

Confeccionamos una caminata de juguete. El trayecto fue exiguo y por cómodo asfalto. No era una senda idílica alfombrada de silvestres hojas desecas, aunque la metalúrgica pasarela regalaba a las pupilas una vista primorosa. Aprovechamos la placidez del entorno para entablar una conversación amical.

El Padre compartió con sus invitados las falencias de la feligresía castellonense, análisis clínico de un enfermo en descomposición: España anestesiada, descristianizada y neopaganizada.

Llegó de puntillas el turno del sustento corporal. El restaurante de la hospedería presumía de cierta distinción. La rústica bodega catalana emulaba vagamente las catacumbas romanas.

Degustamos las delicias de la casa. No era tiempo de ayunar, pues el novio estaba con nosotros. Días vendrán en que se vaya el novio y entonces ayunaremos. Después de aguzar los dientes y afinar nuestro paladar con los livianos y frescos primeros, degustamos los elaborados guisos cárnicos, entre precisas y preciosas acotaciones litúrgicas, dejando relucientes nuestras escudillas.

Tras el saboreo de los suculentos manjares montserratinos la sobremesa se prolongó almibaradamente hasta el crepúsculo. De repente la mesa se transformó en una sala de lectura. Desfiló por la misma alguna croniquilla de viaje con las que Javier quiso amenizar a los contertulios. Ante la insistencia del personal tomamos la decisión personal de acomodarnos en un salón aledaño. El Padre Juan deleitó a los presentes con sus atinados comentarios que se rendían ante la capacidad de evocación de su amigo, escribir sobre la cresta de la ola de las palabras, volar más deprisa que el pensamiento, Tremens et fascinan…

Puri, escuchaba boquiabierta sin que sus tímpanos dejasen escapar una gota del almíbar que destilaban los labios del Padre. Nuestra amiga pintora se deleitaba extrapolando la belleza literaria a la pictórica y el alma mística de José Manuel meditaba sonriente y complacida.

Sonó la hora de la despedida. No tuvo el amargo sabor del adiós sino el dulce regusto de un hasta luego. Al rebasar el pórtico de la hospedería nos deslumbró el Monte Serrado envuelto y revestido en fantasiosa neblina y celestial frescor.

El alcor de la Virgen era un gigante que dormitaba apacible al declinar la tarde. ¡Qué delicia era morar allí! Hubiésemos hecho tres tiendas, pero debíamos volver de la montaña de los sueños al mundanal ruido, pues las manecillas del reloj volaban inexorablemente hacia las diez de la noche, hora en que Javier, cual manceba Cenicienta, perdía su borceguí en el fortín de Xuclá. Tras una digital foto de grupo que inmortalizó este I Encuentro nos despedimos de la Moreneta con gemidos de pesar, pero con un tesoro en el alma que nadie nos podrá quitar: El inolvidable día pasado con nuestro gran amigo el Padre Juan*.


*Al que le dedico especialmente esta crónica…



No hay comentarios:

Publicar un comentario